Igualdad Animal | Organizaci—n internacional de derechos animales
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|   Martes 1 Junio 2010

«Sabíamos que los activistas de la organización Igualdad Animal estaban llevando a cabo una investigación sobre lo que escondía la industria porcina. Su objetivo era reflejar la vida de los cerdos desde su nacimiento hasta su muerte.

Mi compañera y yo, en cuanto nos enteramos, quisimos colaborar con ese proyecto tan importante. Nos pusimos en contacto con ellos y, dado que preferíamos no entrar de noche a las granjas, decidimos que nuestra tarea sería entrar con el permiso de los granjeros. Esa era la única forma de grabar su trato diario con los cerdos.

Una de las imágenes que más nos interesaba era la castración de los lechones. Nos costó mucho conseguir un granjero dispuesto a ser grabado, pero al final lo encontramos.

Cuando llegamos a la granja salió el matrimonio a recibirnos. El ambiente estaba cargado con un intenso olor a excrementos y a la carne putrefacta de los cerdos que no habían aguantado esas condiciones.

Cerca del matrimonio siempre había dos gatos raquíticos. Nos explicaron que los tenían para que se comiesen a los lechones que morían, los testículos que caían al suelo en la castración o las placentas de los partos. Estaba claro que para ellos todo animal que había ahí tenía que tener un propósito, no era más que una herramienta en su fábrica de producir carne y, por tanto, dinero. Nosotros, aunque ya íbamos preparados, no esperábamos lo que íbamos a ver poco después.

Nos explicaron su metodología de castración. Él se encargaba de coger y marcar a los cerditos y ella los colocaba entre sus piernas y les abría la bolsa escrotal con un bisturí. Se habían distribuido así la tarea porque habían comprobado que si lo hacía él, el número de cerdos muertos por asfixia al ser inmovilizados era mucho mayor. Además, ella era más rápida. De esta forma habían llegado a castrar hasta doscientos cerdos en una hora.

Lo que ellos veían como una fase más de su sistema productivo, para nosotros era una muestra clara del máximo desprecio hacia aquellos cerdos de tan sólo unos pocos días de vida. Eran capturados, separados de sus madres, inmovilizados y castrados sin anestesia. Sus gritos de miedo y dolor pidiendo ayuda no les sirvieron. Sus madres les miraban con angustia, pero no podían hacer nada. Nosotros tampoco pudimos.

Pero después de haber visto repetirse esa dramática escena con unos veinte cerditos, nos quedaba por presenciar lo peor. El granjero nos dijo que tenían una pequeña sección donde dejaban a los enfermos y que entre ellos había un lechón al que iban a matar. Yo les pregunté cómo la pensaban matar y me contestaron que “de un garrotazo”. Les pedí grabarlo y me dijeron que no había problema, si no les sacaba la cara.

Llegamos al lugar donde estaban los lechones enfermos, lo cogieron y nos lo enseñaron. Tenía la cara llena de postillas debido a un problema en la piel y por los mordiscos de otros cerdos. Los granjeros nos explicaron que no les resultaba económicamente rentable pagar a un veterinario y que si no se le trataba podía infectar a otros cerdos.

Yo estaba grabando pero Clara, mi compañera, lo tuvo entre sus manos. Tuvo la oportunidad de acariciarle y hacerle unas fotos. Fueron unos momentos muy duros. Nosotros sabíamos lo que le iba a ocurrir, pero él no tenía la menor idea. Tras una discreta última caricia de Clara a Mel, lo cogió el granjero de las patas traseras y lo sacó fuera.

Allí lo levantó sobre su cabeza, lo estampó contra la esquina de unas escaleras y lo dejó caer. Mel se retorcía agonizante en el suelo mientras le salía sangre por la nariz y por la boca. Quise grabar el final de su vida, pero sólo aguanté unos pocos segundos.

Clara y yo nos miramos a los ojos. En esas circunstancias esa era la única manera que teníamos de expresar nuestro sentimiento. Por su parte, el matrimonio de granjeros continuó enseñándonos la granja como si nada hubiese pasado. Mientras tanto, a pocos metros, Mel seguía retorciéndose de dolor.

Cuando salimos de la última nave, miramos por última vez a Mel ya sin vida. Una vez en el coche, pudimos por fin exteriorizar nuestros sentimientos. Nos abrazamos sin decir nada y las lágrimas empezaron a salir de nuestros ojos.

Han pasado ya varias semanas desde entonces, pero ninguno de los dos olvidamos lo que ocurrió ahí. Fue muy duro presenciar esa escena, pero sobre todo fue muy duro saber lo que le iban a hacer a Mel y no poder hacer nada para impedirlo.

Por eso sentimos máxima admiración y respeto por aquellos activistas que desobedecen la ley para rescatar animales, ya sea a través de rescates abiertos como los que lleva a cabo Igualdad Animal, o mediante acciones como las del FLA.

Tanto a Clara como a mí, lo único que nos tranquiliza es la esperanza de que nuestra grabación sirva para algo, y que aunque no ayudó nada a Mel, si que ayudará a otros animales.

Esperamos que la muerte de Mel haga comprender a la gente que los animales no son instrumentos y que lo importante no es luchar por unas jaulas más grandes o unas muertes menos crueles. Lo que tenemos que hacer es luchar contra la esencia de la explotación animal, contra la idea de que los animales son recursos que pueden ser explotados de una determinada manera.

Cuando la gente entiende que los animales, son en realidad individuos sintientes con unos intereses que deben ser respetados, deja de verlos como comida, vestimenta o entretenimiento y adopta una forma de vida vegana.»

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