Me bastó ir en un par de ocasiones, con mis compañeros de Igualdad Animal, a una granja de cerdos, para constatar que aquello que ellos me habían relatado y las imágenes que mostraban, no solo eran tan reales como parecían, sino que aquello era aún peor y más amargo de lo que uno se imagina. Durante dos noches vi, oí y toqué el dolor y la angustia, la frustración y la agonía, la molestia y el aburrimiento, las heridas abiertas, el hambre, la asfixia, el miedo y la locura.
Pero fue en las habitaciones de maternidad donde también vi el amor de una madre que no podía cuidar de sus hijos, teniéndolos a tan solo unos centímetros de su cara, mirándoles con sus enormes ojos y tratando de alcanzar a acariciarles con su hocico (recuerdo, que el hocico de los cerdos es similar a nuestro tacto más el olfato juntos). Y también vi los juegos de los pequeños, decenas de hermanos, separados unos de otros por barrotes, correteando no por hierba o campo, sino por duro cemento y enrejado de metal, excrementos y restos sanguinolentos. En esas habitaciones, había madres que de vez en cuando golpeaban con virulencia los barrotes del enrejado que las separaba de sus hijos. Otras madres, sin embargo, yacían tumbadas sobre ese inhóspito suelo, tratando de levantarse a duras penas, mientras las uñas de sus patas se resbalaban. Todo era escandalosamente intolerable y más sabiendo que esa es la vida que tendrán y van a tener hasta que las asesinen, día tras día.
En uno de esos momentos, tratando de capturar imágenes de los pequeños, fue cuando contemplamos algo tan maravilloso como triste. Los hijos de una madre, tras mamar, comenzaron a corretear y a curiosear nuestras cámaras mientras les filmábamos, hasta que en un momento determinado, todos se acurrucaron uno al lado de otro, buscando un hueco caliente y lo más acogedor posible. En ese momento, aquellos cerditos, comenzaron a soñar delante de nosotros, soñaban y se movían, del mismo modo que lo hacemos nosotros en nuestras camas o los mismos perros con los que convivimos. Me fijé bien en uno de ellos y en cómo sus pequeñas patitas se movían al compás de una carrera imaginaria, su hociquillo giraba sobre sí mismo olisqueando el aire, aquella mente de niño recordando y fijando las percepciones obtenidas y también, succionaba dormido, como mamando, igual que lo había hecho solo unos instantes antes cuando estaba despierto. Ver aquella escena, tan real y surrealista al mismo tiempo, hace que todo aquello no tenga ningún sentido. Lo normal no es que estén allí, ni que sean tratados de aquella manera, ni que se les mate para comerles. Eso no es lo normal, es lo que hasta ahora hemos hecho, pero ver aquello hace que te des cuenta de que lo que debería ser normal y justo es que sus vidas sean tan libres como la de cualquier animal. Hace que no encaje en tu mente que aquellos cuerpos sean convertidos en paté de hígado, en chorizo, salchichón o jamón para bocadillos y sandwiches. Aquel cerdito está grabado en mi memoria.
Otras dos secuencias más marcaron esas noches, por ejemplo, la hilera de incontables jaulas con una cerda dentro, en las naves de gestación. Hileras de rostros con esos enormes ojos, tan parecidos en forma a los humanos. Esos ojos, de tantas y tantas, unos azules, otros marrones, negros y hasta color ámbar, tan parecidos a los nuestros. En sus ojos se podía intuir bastante bien su estado anímico, metidas en aquellas jaulas que las encajonan. Nadie puede acostumbrarse a no moverse o a dormir con unos hierros clavados en tu costado. A no poder jugar ni tener más estímulos que el griterío, los barrotes o las ratas que por allí corretean y menos en animales tan inteligentes y curiosos. Sin duda, quienes peor lo pasaban y así lo reflejaban sus miradas y sus heridas inflamadas, eran las cerdas con alguna enfermedad: ojos tumorados y ciegos, lenguas inflamadas asfixiando gargantas, enormes y supurantes heridas en extremidades y articulaciones, orejas cortadas, vaginas sangrantes, rabos cortados e infectados. Ningún interés en curarles pues para el explotador, no son nadie, no son alguien, son sólo un montón de carne y grasa, cosas.
La última escena que me marcó, fue ver a uno de los cerditos, más mayor pero de apenas un mes de vida, que ya estaría en la fase de engorde, muerto fuera de las instalaciones, entre las naves. De paso de una nave a otra, el cadáver de ese pequeño cerdito yacía en la fría noche, con su lengüecita fuera, su boca abierta y su semiabierto y vidrioso ojo. Allí tirado, como un deshecho, un desperdicio inservible, no rentable para los granjeros. Para ellos no solo no era nadie, sino que no era nada y así se le trató. Me imagino que pensarían muchos imaginándose a "su" perro tirado muerto o moribundo en un descampado, de aquella misma manera.
Sólo fueron dos noches y, sin embargo, sé que ellos están ahí sufriendo y siendo masacrados todas y cada una de las noches de cada mes y año. Y ahora dime, ¿vas a cambiar para que eso deje de ser así? Cada día somos más lo que hemos dado el paso.