«Mi peor pesadilla es ser enterrada viva o encerrada en una caja. En total oscuridad, incapaz de moverme, incapaz de respirar, en algún lugar alejado donde nadie puede oirme gritar pidiendo ayuda y a nadie le importe.
Así es una granja de cerdos.
En una enorme nave no podía siquiera ver el fin. Cientos de cerdas madres estaban alineadas en fila, lado con lado. No podían darse la vuelta. Sólo unos pocos pasos hacia delante y hacia atrás. Estaban chocando sus cabezas contra los barrotes. Y chillando, chillando. El ruido era terrible. Los científicos dicen que los cerdos tienen la misma capacidad mental que un niño humano de cuatro años. Vera a esos cerdos me recordó un orfanato rumano que vi una vez en televisión, con habitaciones llenas de niños pequeños encadenados a sus camas, balánceándose únicamente adelante y atrás. Eso es por lo que estos cerdos están pasando, incluso peor. Por lo que les hacemos pasar.
En otra habitación, inmensas madres estaban cautivas sobre el suelo de hormigón con barrotes de metal, de forma que sus bebés recién nacidos pudiesen mamar sin ser aplastados. Muchos de ellos tenían heridas producidas por los barrotes, algunas estaban negras con necrosis. No es su culpa que aplasten a sus crías. Las criamos para ser así de enormes, y las inmobilizamos al suelo como castigo. En la naturaleza, los cerdos son mucho más pequeños y construyen nidos que les protegen, son muy buenas madres y muy protectoras.
Vi a un bebé pequeño que estaba intentando tenerse en pie, pero no era capaz de llegar hasta su madre para mamar. Ella no podía llegar hasta él, no podía moverse. Cuando volvimos a esa misma habitación una hora después, él ya estaba muerto.
Una cerda tenía la mitad de sus orejas mordidas, y estaba cubierta con heridas y mordiscos -había sido pintada con un desinfectante violeta-. Estaba mirando de frente, echando espuma por la boca. Ella daba tanta pena.
Antes de entrar en cada nave, tenía que tomar una bocanada de aire y prepararme para el hedor. Era increíble. Puedes oler las granjas de cerdos a kilómetros de distancia si el viento está soplando. El amoniaco proveniente de la acumulación de orina y heces dañaba tus pulmones, te picaba en los ojos e impregnaba todo tu pelo y tus ropas. Al día siguiente mis pulmones todavía estaban mal. Estuve allí menos de dos horas. Algunas de las madres utilizadas para cría están en esas habitaciones durante tres años o más.
Hemos creado un infierno sobre la tierra, y criamos criaturas para ponerlas en él.
Nos mentimos a nosotros mismos y a nuestros hijos diciendo que los animales no sienten, o que su dolor no importa.
Les impedimos hacer casi todo por lo que merece la pena vivir. Les confinamos, cortamos partes de sus cuerpos, les impedimos elegir a sus propios compañeros y les forzamos a criar nosotros mismos, quitándoles sus hijos y entonces les matamos a todos ellos cuando queremos su carne o cuando ya no son de utilidad para nosotros.
Escondemos a los animales de verdad donde no podemos verles y en cambio nos inventamos dibujos de animales que aparentan ser felices sirviéndonos.»